Y tengo que decir que con las lentillas me fue bastante bien durante muchos años. Nadie sospechaba la miope que llevo dentro, y todo era miel sobre hojuelas, con salvedades puntuales: irritaciones y sequedades debidas más bien a mi mala costumbre de dormir con ellas puestas en noches moviditas; repetidas e intempestivas pérdidas de líquido y recipiente en trenes de medio mundo o sumatorios de dioptrías por poner las dos en el mismo ojo… En fin, menudencias perfectamente asumibles a cambio de esquivar el temido culovaso.
Pero lo que yo no sabía es que los miopes
de alta graduación tenemos una alta probabilidad de desarrollar estrabismo … y
hete aquí, que los últimos seis años he añadido esta afección a mi particular
catálogo oftalmológico. Y eso, señoras
y señores míos, lo del estrabismo, no hay lentilla que lo disimule.
Porque luego vino aquello de estar en
clase y dirigirme con la mirada a un alumno para decirle: -venga, sal a la
pizarra, y acto seguido tres o cuatro preguntarme:- Yo, profe? -Yo? -Yo?
Más tarde, el ridículo en los
restaurantes de echar el agua en el vaso inexistente, o parecer por la calle perpetuamente el Gegant del Pi
intentando mirarlo todo de frente para que nadie notara el ojo estrábico.
¡Y ya ni os explico lo que era mirar un
partido del Barça! Cuarenta y cuatro tíos desplazándose y haciéndose sitio en
32 pulgadas …Una locura. Los goles también
se duplicaban… pero bueno, eso no era por el estrabismo, era antes y por
otros motivos.
En fin, que yo que esperaba ser una
dulce ancianita de mirada todavía vivaracha, de repente me vi con gafas de culovaso otra vez, y de doble “culovaso” por cierto, porque el estrabismo es lo que tiene, que
todo lo duplica, y el grosor de los cristales, también. Así que ahora, cómo
sería aquello… ¿“ocho ojos”? ¡Ay, de mí!
Y aquí me tenéis ahora, como amortajada de cuello a pies con una manta quirúrgica que me imposibilita cualquier movimiento y por supuesto cualquier último amago de huída, y con la cabeza tapada excepto el ojo operable, cual triste Polifemo invidente. En dicha tesitura como comprenderéis, solo te queda rezar si sabes, y confiar en la pericia de los cirujanos.
Aunque, no os vayáis a pensar que todo son nervios, miedos y desconfianzas. También me entretengo para pasar el rato con nimiedades y tonterías que no dejan de ocurrírseme en la mesa de operaciones, no sé si debido a la sedación o a mi proverbial frivolidad. Primero intento adivinar si esos susurros que oigo son en catalán o en castellano para concluir que es un idioma desconocido para mí, debe ser el idioma de los cirujanos, lleno de puntos. Sobre todo, de puntos. También pienso en que los patucos me deben tapar el agujero que he descubierto en los calcetines al desvestirme, cosa que me alegra sobremanera, porque a ver si se van a pensar que están operando a una mindundi. Más tarde intento averiguar cuánta gente hay a mi alrededor y por qué meten tanto follón, y luego me pregunto cuán cerca deben estar los cirujanos para operar esos músculos tan diminutos, y si deben darse cuenta de lo peluda que soy, porque yo pierdo mucho en los primeros planos. En fin, con estas y otras tonterías similares transcurre mi paso por la mesa de operaciones, cuando de pronto oigo y entiendo perfectamente que dicen:- Nosotros de aquí casi estamos. ¿Está preparado el siguiente paciente? -Mira, ya vuelven a hablar como personas normales, me digo. Y me alegro de que quede tan poco para acabar, y de que sea otro paciente y no yo al que aprisionen en la mesa de operaciones.
Así que sí, poco a poco me van
incorporando, me sientan en una silla de ruedas y abandono el quirófano con un
pedazo de parche en el ojo cual feroz bucanera, prueba y trofeo de mi valentía,
mientras el enfermero que me lleva se empeña en llamarme Mari Carmen. Yo ni le
discuto, bastante tengo con aparentar dignidad entre la bata, el gorro, el
parche, la mascarilla, los calcetines, los patucos y un solo ojo con 6,5 dioptrías
intentando ver el mundo hospitalario. Y ya cerca de los box veo una figura
borrosa en uno de ellos. Gorro, gafas, bata
quirúrgica, patucos, mascarilla… Pienso: - mira, pobre, este debe ser el
siguiente. Pero de repente, el enfermero al grito de -Ya estamos, Mari Carmen, me
deja en la silla de al lado de la figura borrosa, que me escudriña
insistentemente. Y en el feliz acercamiento me doy cuenta de que no es un
paciente, de que es mi Joan que, vestido para la ocasión, tampoco me había
reconocido por el único ojo que me asomaba; y en un frufrú de gorros, batas y
mascarillas, nos abrazamos quirúrgicamente con gran alborozo, mientras el
enfermero yéndose a buscar a otro estrábico me dice: - Muy bien, Mari Carmen.