sábado, 16 de noviembre de 2019

UN POUCO AO NORTE DE LISBOA

Palaço da Pena, Sintra

Neblina, calima, bruma, vaharina, boira, fosca, calígine... Niebla.  
La niebla transmite su misteriosa belleza a las palabras que la nombran, y su enigmático encanto a los lugares donde habita.




Había una vez un poco al norte de Lisboa un precioso y romántico Palacio portugués lleno de arcos de herradura moriscos y almenas de colores, de mezcla de estilos y referencias mitológicas y religiosas. Estaba construido sobre una peña, una pena en portugués, por lo que le llamaron Palacio da Pena.
A su alrededor se extendía un parque lleno de pabellones a cual más hermoso, de cascadas y lagos, de frondosos jardines con miles de especies de todo el mundo, de fuentes e invernaderos, de miradores, caballerizas y helechos. 
Pero sus colores eras tan vivos y brillantes y su belleza era tal, que todas las meigas del bosque envidiaban su atractivo. Y en una reunión nocturna, las hechiceras detuvieron en la montaña la humedad que venía del cercano océano y sumieron al Palacio en un mar de niebla, para que así quedara su belleza escondida entre la bruma y no se acercaran más visitantes al reclamo de su encanto.




Así pues, los paseantes comenzaron a parecer fantasmas, y las cúpulas  acebolladas del palacio, un sueño fantasmagórico. Los elfos no encontraban el camino, y las princesas salían a su terraza pero no podían ver la  hermosa Sierra de Sintra desde su atalaya.


Sin embargo,las meigas no habían contado con la melancolía, ni con que esa melancolía le sentara tan bien al paraje.  Ni contaron tampoco con el romanticismo de miles de melancólicos del mundo que continuaron visitándolo, que decidieron ser sombras fantasmales en esos bosques, disfrutar de esa névoa portuguesa enredada entre las ramas de los árboles y entre las almenas; que determinaron acercarse hasta casi tocar los perfiles brumosos del palacio para descubrir sus colores y su belleza. 


No contaron tampoco con que los tiempos cambiarían, y con que las princesas no se quedarían en la atalaya para ver la sierra, sino que llevarían su tuktuk por los caminos para verla.


Y así siguieron las cosas, hasta que un día de niebla densa, corría el año 1995, el mago Unesco reconoció la belleza sin igual del Palacio y le otorgó un título ajeno a la climatología, el de Patrimonio de la Humanidad, que compensó el hechizo nebuloso de las brujas otorgándole al Palacio unos cuantos días de sol y colores brillantes.
Dicen que las meigas tuvieron que conformarse, pero siguen intentando desviar a los caminantes que se aventuran en los bosques de Palacio los días de niebla.  Cosa que consiguen muchas veces, esa es la verdad.


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